Los grandes propietarios vieron en este exótico cultivo la oportunidad para sacar buenos beneficios de muchas de sus parcelas marginales, fundando en ellas nuevos caseríos que ofrecían en alquiler y, por su parte, los campesinos segundones, que antes parecían condenados a la emigración, se armaron de sus layas de largas púas para labrar aquellas tierras vírgenes que hasta entonces habían estado dedicadas a bosques, prados y argomales.
La difusión del maíz exigió cultivar muchas parcelas reducidas o de pendientes pronunciadas en las que la laya resultaba más eficaz que el arado. Mujeres y hombres compartían el pesado esfuerzo de la labranza.
Antes de la llegada del maíz, los/as baserritarras elaboraban el pan con harina de trigo y de mijo, pero nunca cosechaban lo suficiente para llenar el estómago, debido a que las tierras no eran buenas, demasiada lluvia y muchas pendientes.
Sin embargo, el maíz crecía bien, rápido y su grano era gordo, la harina amarilla y pegajosa, con la que se hacían los talos.
Este cereal se planta en los meses de abril y mayo, cuando la tierra comienza a calentarse y se recoge en agosto-septiembre. El primer trabajo consistía en limpiar las mazorcas cuyas hojas (farfollas) se utilizaban para rellenar los jergones de las camas, también como papel de liar y las barbas como tabaco.