Diciembre: pago de la renta para los baserritarras sin tierra
Diciembre es el inicio del invierno: heladas, nieve, frío… El/la baserritarra tendrá que preparar su tierra, la cuadra y el desván para esta época del año.
El fuego y la luz han estado siempre presentes de manera especial durante este mes y durante el invierno en general. Como dijimos otra vez, diciembre en euskera además de abendua (el nombre más conocido), también se ha denominado “neguila”, loia”, “hotzaroa” o “beltzila” haciendo referencia a la naturaleza de este mes. Barandiaran explicaba que eguberri on venía de “egun berri on” o incluso “eguzki berri on”. Pues el sol llega a su punto más bajo y otra vez empieza su ciclo. Es un mes en el que tradicionalmente el fuego y el simbolismo de la luz han estado muy presentes.
Es curioso cómo en la mitología vasca, a diferencia de la indoeuropea, el origen de los seres y poderes mitológicos no reside en el cielo, sino que reside en las entrañas de la tierra. El sol, sería un ejemplo. Al final del día cuando el sol se pone, en euskera hay un dicho que dice “eguzki amandrea badoa bere amagana”. Es decir, se considera que el sol es la hija de la tierra y que retorna a su casa que es el subsuelo, (el punto más bajo) o las cuevas, que son el origen de los seres y poderes mitológicos, y el cielo sólo es un escenario de los acontecimientos, pues el origen divino y la fuerza reside en las cuevas. Incluso en un pasaje mitológico los seres humanos en la madrugada golpean con sus martillos la tierra para despertar y hacer que salga el sol de sus entrañas.
¿Por qué comentar esto? Pues teniendo en cuenta este contexto de referencias mitológicas o esta cosmovisión, se puede entender en estos términos la simbología de la luz y sus rituales en torno a ella. Pues como hemos dicho el sol bajará a su punto más bajo, podríamos decir que regresa a su casa a descansar, y a partir de ahí poco a poco empezará a alargar el día, las horas de luz renovando el ciclo. De modo que tradicionalmente en las casas en diciembre se le ha dado especial importancia al fuego.
LABORES DE LA HUERTA
Aunque llega el invierno, en la huerta y en los alrededores el trabajo no para. Por un lado está el cuidado de la tierra. Pero al mismo tiempo también están algunas plantaciones y siembra que se pueden hacer: por ejemplo acelgas, escarola, cebolla… Algunas plantas que tengamos en la huerta conviene taparlas, cubrirlas o por lo menos protegerlas del hielo. O por ejemplo al inicio de diciembre podemos llevar a cabo la siembra de un producto que de cara a la primavera puede ser un producto estrella en la huerta: el guisante.
Pero no sólo en la huerta. Si estamos pensando en probar con algunos frutales o fortalecer las que tengamos, son los meses de invierno los más adecuados para hacer las plantaciones. En concreto los frutales que pierden la hojas. Por ejemplo los manzanos.
ADVENTUM: LA LLEGADA DEL PAGO DE LA RENTA
Pero a la vez que esta visión o cosmogonía, por definirlo de alguna manera, diciembre tenía otras connotaciones incluso preocupaciones para el baserritarra de cara a su realidad socioeconómica.
Por eso también, de vez en cuando nos tenemos que preguntar: “¿qué imaginario del caserío hemos construido como sociedad? De esa realidad ¿qué características hemos seleccionado para construirlo como referente cultural?
En el imaginario colectivo diciembre y el caserío los relacionamos por ejemplo a través de la feria de Santo Tomas. Un día de festividad, en la cual se llevan a cabo mercados muy vistosos y alegres con diferentes productos de agricultor@s y vestimentas caracterizadas como baserritarras, acompañado todo esto cómo no por la txistorra.
Pero además de esta imagen, el día de Santo Tomas o el día de San Martín en noviembre, tenía otras connotaciones para los/las baserritarras. En el calendario agrario esos días estaban especialmente marcados. No porque fueran días de siembra o de labores especiales. Durante esos días, el baserritarra era consciente de su lugar en la sociedad que vivía: eran momentos de pagar la renta anual del caserío donde vivían y trabajaban. Santo Tomás, ahora una fecha festiva prenavideña, era sinónimo de agobio, pues era en esos días cuando tocaba pagar la renta al amo.
Al respecto, más o menos hace 90 años, que es cuando empieza el final de la sociedad vasca basada en en lo agrario, el Laboratorio de Etnología de Eusko Ikaskuntza publicó en su ‘Anuario de Eusko Folklore’ un estudio sobre la situación social y económica de tres localidades vascas, guipuzcoanas en concreto. Una de ellas nos coge muy de cerca, es el caso de Ezkio, escrito por el párroco de dicho municipio Sinforoso de Ibarguren en 1927. Y más allá de las ferias de Santo Tomas, nos lleva a la cruda realidad que vivían los caseríos y sus habitantes en la década de los 20 y los siguientes años casi hasta los 70-80 del siglo pasado. La descripción, incluso la denuncia de aquella situación que nos presenta Sinforoso, si lo ponemos en comparación con el imaginario del caserío que se ha ido construyendo hasta el siglo XXI, creo que nos hará reflexionar.
Pues Sinforoso da cuenta de la situación socioeconómica y por lo tanto también de la naturaleza del baserritarra como sujeto político. Denuncia las condiciones de vida de los/las baserritarras muy alejadas de los mitos del igualitarismo vasco y de la vida idílica del caserío. Pues en aquel momento, la inmensa mayoría de los caseríos de Ezkio, como pasaba en otros tantos pueblos del País Vasco pertenecían a ricos propietarios y nobles (aristocracia rural o terratenientes) que se los cedían en alquiler a los/las baserritarras. De modo que eran arrendatarios.
Es decir, más allá de ese imaginario benigno para el baserritarra, tendríamos que hablar de una sociedad agraria estructurada en amos y colonos. Estamos ante una época de bonanza económica para los jauntxos y propietarios rurales y de miseria para los colonos. Por un lado, concretamente en Guipúzcoa la tierra era muy cara y era el territorio vasco con menos cultivadores directos propietarios. Los arrendatarios llegaban al 72%.
Por poner algún ejemplo, en Azpeitia en los inicios del siglo XX un 18% era propietario y un 82% era arrendatario. Esto es un mero dato cuantitativo o estadístico, pero tenemos que pensar que sencillamente el panorama del baserritarra o del colono tenía que ser desolador. Una vez pagada la renta, los gastos de explotación, las contribuciones tanto civiles como eclesiásticas, los/las baserritarras quedarían con muy poca cosa.
En esta situación, volviendo al caso de Ezkio, Sinforoso de Ibarguren decía lo siguiente:
«la avaricia de los propietarios que quieren que el caserío produzca el mismo interés que otras empresas; de ahí las excesivas rentas impuestas a los inquilinos. Muchos caseríos no han tenido desde que fueron construidos más reparación que algunos retoques del inquilino, que ignora si el próximo día de San Martín –señalado en la población rural para ocupar y desocupar las casas– residirá o no en el caserío. Se ven edificios tan destartalados que sus propietarios no se aventurarían a pasar en ellos una noche, por no ofrecer ninguna seguridad el edificio, pero el pobre casero vive un año y otro… toda su vida, encomendándose a la Providencia Divina cada día, pues las demandas de reparaciones dirigidas al propietario o al administrador no suelen ser atendidas, y cuando lo son es a condición de que el inquilino contribuya a los gastos y pague una renta mayor desde el año siguiente»
Pero esto no es sólamente una cuestión económica. Pues la renta también abarca consideraciones políticas y sociales. Como menciona el historiador y antropólogo Pedro Berriochoa en su trabajo “Como un Jardín” (2013), a los/las baserritarras no les quedaba otra cosa que aceptar las condiciones impuestas por los propietarios y “callar”. Política y socialmente el/la baserritarra tenía limitadas sus posibilidades sociales, económicas y políticas y estaba sujeta a una estructura de dominación bastante alejada de esa idea que decía que el País Vasco se podía considerar como una federación de familias rurales, que pueblan el terreno del modo más conveniente a la agricultura.
Esta cuestión saltaba a la vista, pues en el discurso del día a día se palpaba esta situación, tal y como se puede observar en los bertsos del bertsolari Txirrita “Nagusiya eta Maizterra” (1932). Muestra crudamente el drama que vivían los/las baserritarras por la renta o cuando se mostraba la ocasión de hacerse con el caserío:
Zer familia izandu degun
jauna nahi al du aditu
amabi aurren aita naiz ni ta
semiak amar baditu
lan egiteko iñor gutxi ta
mayian ezin kabitu
baneukake non enpleatua
bost milla duro banitu.
Al amo no le impresionó gran cosa el cuadro:
Au aditu ta beste aldera
bueltatu zen nagusiya
esanaz: nik zer kulpa dadukat
zuk ume asko aziya
ez dezu asko ixtimatzen, nik
egin dizuten graziya
zuek artu nai ez badezute
bada zeñek erosiya.
Las palabras de Vicente Laffite, el que era entonces el presidente de la Diputación Foral de Guipúzcoa, describen bien el camino que seguiría el caserío hasta hoy prácticamente: “el labrador guipuzcoano se transforma en obrero industrial sin dejar de serlo rural”. Es decir, en esa situación y aunque el caserío y todo lo rural esté ligado a la tradición, se puede decir que casi ha sido el/la baserritarra el primero en abrazar la modernización, sea por iniciativa propia, sea por su nefasta situación agraria.
Esto nos puede valer a la hora de mirar el ideario del caserío que hemos ido construyendo… Pues en vez de algo estático ligado solamente a la tradición y al paso del tiempo y con tintes de igualdad o buenismo, el caserío es un sujeto histórico que permanentemente se tiene que adaptar a las condiciones sociales, económicas, históricas y ambientales. Y por eso es un paradigma extraordinario: durante 5 siglos está creando sin cesar su sitio en una sociedad en permanente transformación.