Las mazorcas desgranadas se utilizaban como combustible para hacer fuego y el grano se llevaba al molino. Tras pasar la harina por el cedazo se elaboraban talos y morokil (gacha, especie de papilla).
El maíz sustituyó al mijo en los campos vascos, lo que no sólo supuso un cambio en la dieta humana, que se convirtió en el principal alimento de los labradores vascos, sino también en la animal, ya que a las vacas se les cebaba durante el invierno con manojos de paja de mijo.
El ciclo expansivo del maíz se alargó hasta mediados del siglo XVIII. El trigo no se extinguió todavía. Su harina seguía siendo la más apreciada y era muy fácil de convertir en el mercado en ducados contantes y sonantes. Por este motivo los propietarios siempre exigieron que se les pagase la renta en fanegas de trigo. Así quedó establecido un absurdo desdoblamiento de dietas en el territorio de Gipuzkoa. Los labradores se veían obligados a sembrar dos cosechas a la vez: una de maíz para amasar el talo y el pan de borona que ellos consumían y otra de trigo para hacer frente a las imposiciones de la iglesia y los mayorazgos. Sólo a mediados del siglo XX, con la desaparición de las ofrendas eclesiásticas y el acceso generalizado de los baserritarras a la propiedad de la tierra, se abandonó el desatinado esfuerzo de intentar recolectar trigo.
Los efectos milagrosos del maíz se acabaron a principios del siglo XIX. Fue un tiempo de guerras, revoluciones y cambios violentos, que terminaron por traer la industria hasta el corazón de los valles profundos de Euskal Herria.